Fuente: Javier Lacort (Xataka).
De Wordle podemos decir que esconde una historia de amor, que resulta adictivo por su simplicidad o que parte de su magia está en cómo unos simples emojis cuentan una historia, pero quizás la mejor de sus intrahistorias sea la de una reconciliación con el Internet que dominaba hace veinte años y que hoy apenas existe.
Fui un niño prematuro en Internet, de esos un poco repelentes que presumían de haber creado una web a los doce años y que pasaban la tarde en el Messenger hablando con los otros tres niños del curso que también tenían Internet en casa y ganas de utilizarlo. Situémonos: año 2002.
En esa época lo común era el Internet indie, de webs lanzadas por desarrolladores independientes o empresas pequeñas, de escala nacional. Y sobre todo, mucha inocencia, la de quien descubre un juguete de construcción lleno de posibilidades y simplemente le apetece crear.
El tiempo pasó, los fantasmas de la burbuja puntocom quedaron atrás, y las empresas volvieron a invertir con decisión en el online. Llegó Google, llegaron las redes sociales, las tecnológicas se hicieron gigantes y todo cambió. Internet pasó a estar compartimentado, a ser terreno de grandes empresas propuestas a engancharnos y hacernos adictos, a procurar que pasáramos cuanto más tiempo mejor dentro de sus corrales. Corrales con banners, cookies que registran nuestras filias y fobias más íntimas y botones para hacernos premium. Porque si algo ha cambiado es que antes todo era cutre y éramos felices, ahora todo es premium y…
Un encantador anacronismo
Daniel Rodríguez, el creador de Wordle en español, lo dijo bien claro: «Ninguna empresa de hoy en día lanzaría un juego así, que evita engancharte». Esa es la magia de Wordle, su propósito de impactarnos de forma limitada. Nada impide a sus creadores llenarlo de banners, permitir partidas ilimitadas, crear rankings mundiales y activar una suscripción que permita un cierto número de pistas al mes y una insignia junto a nuestro nick. Pero ni siquiera hace falta un registro.
Este espíritu —felizmente respetado por Daniel— me lleva a pensar en lo que podría ser Internet de no ser por lo que acabó siendo, fruto de aspiraciones económicas y de vanidad. En Wordle, extrañamente, no nos sentimos como mercancía que retener y explotar. No nos pide nada a cambio.
En cierta forma recuerda a Fotolog, que tenía una mecánica que hoy suena anacrónica: solo podías subir una foto al día, y la arquitectura interna inducía a desarrollar un texto. Luego llegó Tuenti y pasamos a no poder subir menos de cien fotos cada domingo por la mañana, sin filtro alguno, pero ese es otro tema. ¿Alguien se imagina no poder compartir más de una story diaria en Instagram? Mecánicas que van en contra del mercado y una lucha por sacudirse el polvo de la nostalgia.
La historia de Wordle ha continuado con lo que uno esperaría en 2022. Un tipo creó una copia para llevarla a la App Store sin pedir permiso a nadie, la monetizó con suscripciones de treinta dólares anuales y solo cuando saltó la liebre propuso opciones al desarrollador original, todas destinadas a contentarle con dinero. Cuando este se negó, siguió su camino sin más hasta que Apple retiró la aplicación de la tienda. Una dinámica que podría resumirse en «muévete rápido y rompe cosas«. ¿A quién nos recuerda?